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Lo que empezó como un inocente momento de aburrimiento infantil terminó convirtiéndose en una de esas historias que se cuentan durante años… y que dejan a dos adultos deseando cambiarse de identidad.
En alguna casa perfectamente normal, un pequeño decidió que lo mejor que podía hacer con su tiempo libre era tomar el celular de su mamá sin permiso. ¿Jugar? ¿Ver caricaturas? No. El joven Spielberg tenía un objetivo mucho más ambicioso: documentar la vida en su hogar como si fuera un reality show.
Primero, apuntó la cámara hacia su mamá, quien estaba tan profundamente dormida en el sillón que ni un huracán la habría despertado. Ahí estaba ella, en plena luz del día, roncando como si no existiera mañana… y él grabándolo todo con una dedicación digna de un documental de Netflix.
Pero la aventura no terminó ahí.
El pequeño camarógrafo, motivado tal vez por un fuerte sentido periodístico, decidió ir por la exclusiva del día: se dirigió al baño, abrió la puerta sin avisar y grabó a su papá en medio de un momento… digamos… altamente privado. Muy privado. Demasiado privado.
Y aquí es donde la historia alcanza su clímax.
Porque lo que cualquier niño hubiera guardado como “tesoro prohibido”, él lo tomó como contenido premium para compartir con el mundo. Sin titubear, seleccionó el video y lo envió… al chat grupal de su escuela. Sí. A TODOS. Compañeros, maestros, directivos. Todos.
La familia se enteró minutos después, cuando comenzó la avalancha de mensajes.
Ahora, la madre intenta recuperar la dignidad que su propio hijo le arrebató, el padre no quiere mirar a nadie a los ojos, y el niño… bueno, él sigue feliz, convencido de que hizo una obra maestra del cine casero.
Moraleja: nunca subestimes el poder de un niño aburrido con un celular desbloqueado. Jamás.