En el imaginario mexicano, La Catrina emerge como una figura elegante y provocadora que encarna a la muerte con una sonrisa serena. No es sólo una calavera adornada, sino un símbolo que fusiona crítica, memoria y celebración. Su existencia trasciende el arte para convertirse en un puente simbólico entre lo terrenal y lo eterno, recordándonos que la muerte no es enemiga, sino parte del viaje humano.
Nacida entre trazos de burla y denuncia, La Catrina comenzó su viaje como “La Calavera Garbancera”, obra del caricaturista José Guadalupe Posada a inicios del siglo XX, cuando pretendía satirizar a quienes renegaban de sus raíces para aparentar sofisticación. Más adelante, Diego Rivera la colocó en el centro de su mural Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central, vistiendo su esqueleto con atuendos refinados, y fue entonces cuando adoptó el nombre que hasta hoy conocemos.
Porque su esencia va más allá de lo visual: representa la igualdad ante la muerte, pues sin importar quién seas, la vida y la muerte nos hermanan.
Y ¿por qué importa? Pues porque La Catrina, en los altares, los desfiles y las ofrendas del Día de Muertos, nos invita a mirar la muerte desde la serenidad, no desde el temor. Su valor reside en mantener viva nuestra identidad cultural, ofrecer consuelo frente al dolor y transformar la muerte en un acto de presencia, memoria y belleza. En cada rostro maquillado y en cada figura en cerámica se escucha el eco de que todos somos calaca, todos somos historia, todos somos memoria