Mientras las calles comienzan a llenarse de luces y villancicos, en los talleres de cartonería ya se respira a diario el ritmo acelerado de la temporada decembrina. Ahí, entre engrudo, papel de colores y varas de carrizo, los artesanos dan vida a una de las piezas más emblemáticas de la Navidad mexicana: la piñata.
El proceso, lejos de ser sencillo, requiere horas de trabajo minucioso. Primero se arma la estructura, que tradicionalmente se elabora con una olla de barro o una base de cartón reforzado. Después se fijan los picos, hechos con conos de cartón cuidadosamente cortados y moldeados para lograr la forma simétrica que caracteriza a la piñata clásica de siete puntas. A partir de ahí comienza la etapa favorita de muchos artesanos: vestirla con flecos de papel chino, capa por capa, hasta lograr el estallido de color que la distingue.
Para quienes se dedican a este oficio, cada pieza es única. No solo por las combinaciones de colores o los diseños especiales que algunos clientes solicitan, sino porque detrás de cada piñata hay horas de paciencia, técnica y creatividad transmitidas de generación en generación. “Una piñata no es solo un adorno, es un trabajo que lleva alma”, coinciden varios artesanos que ven en esta temporada una oportunidad para compartir su talento y mantener viva la tradición.
El simbolismo también está presente. La piñata de siete picos, explican, representa antiguas enseñanzas y rituales comunitarios, donde romperla significaba vencer lo negativo para celebrar en colectivo. Hoy, aunque el significado ha evolucionado, continúa siendo un elemento que une a familias y vecinos alrededor de las posadas.
A pesar del esfuerzo físico y del intenso ritmo de producción, los artesanos aseguran que ver a niños y adultos disfrutando el resultado final compensa cada jornada larga. Entre risas, golpes y dulces que caen al suelo, encuentran la recompensa a semanas de trabajo silencioso en sus talleres, donde el color, la tradición y la dedicación vuelven a cobrar vida cada diciembre.
