En el marco del Día de Muertos, cuando el velo entre el mundo de los vivos y los difuntos se vuelve más delgado, las leyendas mexicanas cobran fuerza y las noches parecen llenarse de magia y misterio. Entre los relatos que más estremecen está el de las bolas de fuego, luces que cruzan el cielo y que, según la tradición, son brujas transformadas que vagan entre los cerros y los pueblos. Se dice que estas luces no son simples destellos, sino almas inquietas o mujeres con poderes antiguos que toman forma ardiente para recorrer los caminos en busca de energía o curiosos que se atrevan a seguirlas.
Estas historias tienen su raíz en comunidades de todo México —desde Veracruz hasta el Estado de México— donde los abuelos cuentan que las vieron danzando entre el monte o sobre los techos durante la madrugada. Se les atribuye poder para curar, embrujar o proteger, según la intención de quien las invoque. En lugares como el Cerro de la Teresona o el Cerro de la Estrella, muchos aseguran haberlas visto justo en estas fechas, cuando las ánimas regresan y los vivos encendemos velas para guiarlas.
Algunos dicen que las bolas de fuego buscan almas rezagadas o la esencia de los niños sin bautizar, otros que solo son energías que vagan libremente, uniendo la ciencia y la fe en un mismo resplandor. Lo cierto es que cada 2 de noviembre, cuando el aire huele a copal y las ofrendas iluminan los altares, estas luces recuerdan que la muerte y la vida conviven en un mismo cielo, y que incluso el fuego puede ser un alma que vuelve a casa.