En las riberas de La Flecha, en Chiapa de Corzo, los campos se tiñen de un anaranjado intenso que anuncia la cercanía del Día de Muertos. Desde julio, los campesinos preparan los almácigos y cuidan con esmero las pequeñas plantas que más tarde darán vida a las ofrendas.
Entre surcos y sol, Edilberto Jiménez y su primo Lázaro Sánchez Jiménez continúan una tradición que sus abuelos sembraron hace más de medio siglo: el cultivo de la flor de cempasúchil, o “nolibé”, como la llaman con orgullo local.
El trabajo no es fácil: el calor agobia, las lluvias pueden arruinar semanas de esfuerzo y la competencia con flores importadas amenaza la venta. Aun así, los productores resisten. Cada octubre, sus parcelas florecen como un tributo al esfuerzo colectivo y al ciclo de la vida y la muerte.
Se dice que esta es la flor auténtica, esa que conserva el aroma y la textura que distinguen lo ancestral de lo artificial. Más que una cosecha, el cempasúchil es su ofrenda al pasado.
