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Tantos turistas en Japón generó que les pongan mucho impuesto

Lo hemos ido contando durante el último año: Japón ha batido todos sus registros de llegada de visitantes mientras sufre de forma visible los efectos de la saturación turística. La respuesta de la nación ha empezado en Kyoto de forma emblemática: si no pueden evitar las hordas, el gobierno ha pensado que al menos ayuden a los costes sociales, físicos y de gestión que su presencia masiva está generando.

Un boom que no cabe. Las llegadas extranjeras superan los 30 millones en los nueve primeros meses de 2025, con récord mensual cada mes del año y 3,26 millones de turistas en septiembre, impulsando una presión sostenida sobre ciudades frágiles como Kyoto y sobre enclaves icónicos como el monte Fuji, donde la “densidad humana” produce atascos en la montaña, desechos y riesgos de seguridad.

La demanda desborda infraestructuras y obliga a posponer actividades habituales (desde escuelas que evitan viajes, hasta la restricción de calles en barrios como Gion) porque el uso turístico está desplazando usos cívicos básicos y alterando el equilibrio entre residentes y visitantes.

El mayor impuesto. ¿La solución? El gobierno ha autorizado a Kyoto a cobrar desde marzo de 2026 hasta 10.000 yenes por persona y noche en hoteles de lujo (muy por encima del tope previo de 1.000 yenes) dentro de un sistema escalonado que preserva las tarifas bajas para viajeros de presupuesto ajustado y traslada la carga a los segmentos de mayor poder adquisitivo.

La medida duplicará los ingresos municipales por alojamiento de 5,2 a 12,6 mil millones de yenes y se presenta expresamente como la obligación de que los turistas “soporten parte del coste de las contramedidas” en vez de financiar el ajuste solo con impuestos locales. Para el viajero de lujo, el sobrecoste es marginal frente al precio del viaje, pero para la ciudad constituye un flujo estable que convierte la presión turística en recurso para gobernarla.

De disuasión a ingeniería de sostenibilidad. Los fondos están destinados a reforzar los puntos de ruptura del sistema urbano: ampliar flotas y corredores de transporte para redistribuir flujos, financiar servicios multilingües, campañas de etiqueta y control de comportamiento, y nutrir un esfuerzo más amplio de preservación del paisaje cultural que hace a Kyoto atractiva.

La ciudad, de hecho, ya aplica medidas disciplinarias (multas en calles privadas de Gion, cierres selectivos, señales explícitas de que no es “un parque temático”) pero necesita financiar a largo plazo la resiliencia de esa convivencia. La lógica no es tanto castigar la demanda sino convertirla en inversión en aquello que no debe romperse.