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Alemania se prepara para su Oktoberfest

El 20 de septiembre fue el pistoletazo de salida del festival público más grande del mundo. Celebrado en Theresienwiese, Munich, todo en el Oktoberfest es hiperbólico, y los litros de alcohol y el tamaño de las cervezas que se van a despachar no serán menos. Sin embargo, pocos momentos definen mejor esas ansias de fiesta como la espera que ha tenido lugar antes del inicio de esta bacanal germana que totalizará 225 horas.

Son solo tres horas, 180 minutos, pero para la mayoría son una eternidad.

La espera ritual. Hay algo casi litúrgico en esas primeras horas sin cerveza del Oktoberfest, una tensión colectiva que recuerda la madrugada previa a una gran fiesta familiar, cuando se afinan los últimos detalles y la casa parece contener la respiración. En Múnich, en el prado de Theresienwiese, esa pausa se puebla de pretzels, refrescos y juegos de mesa, y de miles de cuerpos apiñados que han corrido, acampado o pagado por un hueco para asegurarse un sitio bajo las lonas de los grandes tendidos.

La ceremonia es sencilla y estricta: las puertas abren a las nueve, el recinto se llena de expectación y cansancio a partes iguales, y no es hasta que el alcalde empuña el tirador y clava el primer grifo a las doce en punto cuando la multitud exhala y la bebida, literal y simbólicamente, comienza a fluir. Esos minutos (tres horas exactas en las que la cerveza todavía es promesa) destilan una ansiedad deliciosa, los asistentes ocupan su lugar no por la bebida en sí, sino por la experiencia que la jarra hace posible: la música de banda, el baile sobre mesas, la conversación que se vuelve himno colectivo.