A finales del mes de septiembre Ucrania lanzó un mensaje: ya era el laboratorio de drones más grande del planeta, pero con su último “monstruo” de 12 metros quería hacer lo mismo bajo el mar. Así presentaba en sociedad la familia de drones submarinos Toloka, un salto tecnológico que redefinía la guerra naval en el mar Negro. Ese esfuerzo ahora tiene su continuación en un dron que hasta hace poco solo habíamos visto en películas de James Bond y similares.
Evolución tecnológica. Ucrania ha llevado sus drones navales “Sea Baby” de ser lanchas explosivas desechables a convertirse en plataformas de ataque y misión múltiple capaces de operar a más de 1.500 kilómetros, transportar hasta 2.000 kilos y montar armamento pesado telecontrolado (lanzacohetes múltiples, torretas estabilizadas, lanzamiento de drones secundarios) al tiempo que incorporan sistemas de autodestrucción para evitar la captura y funciones asistidas por IA para reducir errores de identificación.
Este paso no solo añade potencia de fuego y radio de acción, sino que convierte a un medio de bajo coste en un sistema sostenido que puede penetrar, golpear, volver y seguir disponible (o autodestruirse), algo que reposiciona el dron naval desde el consumo inmediato al capital operativo renovable.
El Mar Negro. Las sucesivas oleadas de drones han obligado a Rusia a replegar la mayor parte de su flota desde Sebastopol hacia Novorossíisk, un cambio de postura que no responde a una derrota puntual sino a ese riesgo persistente que hace inviable sostener presencia avanzada sin asumir pérdidas continuas.
Los “Sea Baby” han sido atribuidos por el SBU a once ataques contra buques, así como a repetidos golpes contra el puente de Crimea y otras instalaciones logísticas, produciendo un efecto en cadena: Moscú ha tenido que redirigir su transporte militar a tierra y a puertos más lejanos, encareciendo cada kilómetro de sostenimiento y reduciendo su capacidad de condicionar las rutas comerciales ucranianas hacia Europa.
