En mi última visita al supermercado me di cuenta de que ya no bastaba con elegir entre yogur natural o de sabores. Ahora las etiquetas hablan de “griego” o “proteico”, sin olvidarme de los “0% grasa”. “Elige tu propia aventura”, podríamos pensar a primera vista.
Sin embargo, mi planteamiento se enfoca hacia el yogur griego, porque el “yogur proteico” ya sabemos que estamos en la era de protein chic. Pero ¿qué tiene de especial el yogur griego para haberse convertido en el protagonista? ¿Es realmente mejor para la salud o se trata de un triunfo del marketing?
Más que un nombre exótico. El yogur griego no es ningún invento reciente. En la cuenca mediterránea se ha consumido desde hace siglos como un alimento básico: espeso, saciante y fácil de conservar gracias al colado que elimina parte del suero. En Grecia es habitual servirlo con miel y nueces, y en Turquía o en Oriente Medio se utiliza en salsas y platos salados.
Su salto a la fama global llegó hace apenas dos décadas, cuando marcas internacionales empezaron a comercializarlo. Y lo que lo distingue no es su pasaporte, sino más bien su proceso: se cuela el suero líquido, lo que le da una textura más espesa y cremosa, y un contenido proteico mayor que el de un yogur convencional.