El coste de lanzar carga al espacio fue, durante años, uno de los grandes límites de la industria aeroespacial. LaNASA documenta en varios trabajos, entre ellos los análisis de Harry W. Jones, que durante las últimas décadas del siglo XX muchos lanzadores se movían en un rango típico de entre 10.000 y más de 20.000 dólares por kilo, con un coste medio en torno a 18.500 dólares/kg en órbita baja, con el transbordador espacial muy por encima debido a su complejidad y gasto operativo. No era solo el precio de los sistemas de lanzamiento, sino de un modelo basado en componentes desechables, procesos manuales y operaciones altamente especializadas.
La situación se mantuvo estable durante décadas, hasta que SpaceX decidió replantear cómo debía funcionar la economía del lanzamiento orbital. En lugar de asumir esos costes como inevitables, la empresa apostó por reutilizar etapas, optimizar procesos y fabricar sus propios motores y sistemas desde cero. Esa combinación permitió reducir el precio por kilo hasta niveles inéditos, aunque el cambio no ocurrió de forma inmediata. Lo relevante es que, por primera vez, un actor privado demostró que los lanzamientos podían ser mucho más baratos y que el precio no tenía por qué ser una barrera estructural de la industria.
Cuando el lanzamiento deja de ser el límite, la atención se desplaza a los satélites
Los precios resultantes empezaron a cambiar comportamientos del sector. Con Falcon 9 y Falcon Heavy, el coste por kilo pasó a estar en el rango de 3.000 a 1.500 dólares, según los cálculos de NASA basados en los precios de catálogo. Esas cifras no solo marcan una reducción, sino un punto de inflexión: por primera vez, empresas, instituciones e incluso gobiernos podían replantearse el diseño de misiones sabiendo que el lanzamiento ya no era la principal barrera económica. A partir de ahí surgió una pregunta que hasta entonces no tenía respuesta: si se había conseguido abaratar el viaje, ¿qué ocurriría con lo que se enviaba al espacio?
El modelo tradicional de satélite estaba construido sobre la idea de optimizar cada unidad. No importaba producir muchos, sino producir uno que pudiera operar durante años, con alta capacidad y baja probabilidad de fallo. Fabricantes y operadores invertían en sistemas complejos, con ciclos de desarrollo prolongados, pruebas exhaustivas y estructuras especializadas para cumplir misiones concretas y prolongadas. Esa estrategia respondía a un entorno en el que el lanzamiento era tan costoso y poco frecuente que resultaba más rentable priorizar la fiabilidad y la duración que pensar en escalabilidad o reposición rápida.
