La historia de ‘Tiburón’ comienza mucho antes de que su monstruo aparezca en pantalla: nace en un rodaje caótico, con una criatura mecánica que no funcionaba, un director joven al borde del despido y un clima de tensión que amenazaba con hundir no solo la película, sino también la carrera de Steven Spielberg.
De ahí que la escena más escalofriante haya surgido de lo más lógico: un fallo.
El fallo técnico y bañarnos. La historia la contó hace tiempo el propio Spielberg. Todo el equipo asumía que el film estaba condenado. Bruce, nombre con el que apodaron al enorme tiburón robótico, se averiaba constantemente en cuanto tocaba el agua salada, los días pasaban sin poder rodar nada utilizable y las filtraciones desde Hollywood aseguraban que la producción era un desastre. Sin embargo, de aquellas limitaciones (y especialmente de aquel tiburón inútil) nació una de las decisiones más influyentes de la historia del cine: no mostrar la amenaza, sino insinuarla.
La necesidad técnica forzó a Spielberg a rodar la película como un thriller de suspense, más cercano a una peli de Hitchcock que a un espectáculo de criatura gigante, y convirtió la serie de problemas mecánicos en el mayor acierto narrativo de su carrera. El resultado fue una cinta donde el terror brota de lo invisible, del agua en calma, del sonido ominoso de dos notas que avanzan como una amenaza imparable: una tensión que cambiaría para siempre la relación del público con el mar (para mal).
La secuencia. La icónica escena de apertura (una playa tranquila, una fiesta y una chica que decide bañarse bajo la luna) es el ejemplo perfecto del modo en que Spielberg transformó las carencias técnicas en una virtud cinematográfica. No vemos al tiburón en ningún momento, pero sentimos su presencia desde la primera vibración del agua. Chrissie, interpretada por Susan Backlinie, se adentra en el mar mientras la cámara la acompaña sin prisas, sin advertencias, hasta que algo la agarra desde abajo, la sacude de un lado a otro y termina arrastrándola hacia las profundidades.
En la superficie vuelve la calma, pero el público ya no puede recuperarla: sabe que lo desconocido está ahí, acechando donde no se ve. El impacto psicológico fue tan inmediato que muchos espectadores, primero en Estados Unidos y luego en Europa, salieron del cine con la misma frase en la cabeza: “No vuelvo a meterme en el agua en la vida”. Spielberg construyó un ataque invisible en el que la imaginación del espectador se convierte en el verdadero monstruo, y lo hizo porque simplemente no tenía otra opción: Bruce nunca habría podido rodar ese plano de forma convincente. La ausencia del animal, paradójicamente, creó una presencia más aterradora que cualquier criatura mecánica.
